El retrato romano nació en época de la República con una doble función: honraba a los ciudadanos que habían destacado en el servicio a la ciudad mediante esculturas en bronce que poblaban los espacios públicos, y mantenía viva la memoria de los difuntos de las familias ilustres de la Urbe mediante las llamadas imagines maiorum. En todos ellos se representaba a individuos maduros que, según las pautas del realismo griego del siglo IV a.C., se distinguían por su austeridad y rigor. El modelo del pensador griego se reinterpretó en clave de la virtus romana para plasmar a sobrios magistrados y estrictos administradores de la autoridad familiar.
Si durante la República el derecho a contar con un retrato estuvo restringido a las familias de la aristocracia, a partir de Augusto se fue ampliando al resto de la sociedad. Libertos y ciudadanos se representaron en relieves y bustos de carácter mayoritariamente funerario.
El sobrio estilo republicano evolucionó progresivamente bajo la influencia del retrato imperial, reflejando nuevos modelos ciudadanos. Sin embargo, el retrato privado romano, al margen de las diversas modas y estilos, nunca perdió su espíritu realista, la intención artística de reflejar los rasgos de una fisonomía única. Este elemento de “sinceridad” los convierte en imágenes especialmente cercanas para el observador actual.