A partir de mediados del siglo I a.C. las monedas, como documentos oficiales que son, reflejan fielmente la transformación de la Península en provincia romana, así como la reorganización jurídica y territorial de Augusto, el primer emperador. Desaparecen antiguas cecas, nacen otras nuevas, y la producción se transforma para adecuarse por completo al sistema romano.
Se impone el uso del latín y las viejas imágenes dan paso a nuevos diseños, a los retratos imperiales y a los nombres de los magistrados que regían colonias y municipios. Si en algunas de las antiguas ciudades subyace la cultura indígena, con tipos como el jinete o la escritura fenicia, en las nuevas fundaciones se eligen imágenes de gran significado para la población romana, como la yunta de bueyes que traza el surco fundacional de la ciudad.
Estas emisiones funcionaron como moneda de bronce de uso local, para cubrir las necesidades ciudadanas, pero también se desplazaron, a veces a grandes distancias, de la mano de trabajadores y, sobre todo, de los legionarios que defendían las fronteras del Imperio.
Las monedas locales se acuñaron durante poco tiempo, apenas un siglo. Desde mediados del siglo I d.C., los hispanos dependieron completamente de Roma para el aprovisionamiento de efectivo.