Entre 1534 y 1566, Carlos V y Felipe II sentaron las bases del sistema monetario de la Edad Moderna. Formado por escudos de oro, reales de plata y maravedís de vellón, en principio estaba destinado a la Corona de Castilla, puesto que la Monarquía Hispánica no contó con un sistema unificado.
Sin embargo, el cada vez mayor peso de los territorios americanos, donde se implantó la moneda castellana, y el éxito internacional lo convirtieron en uno de los de mayor extensión y duración. Impuesto en toda la Península desde el siglo XVIII, estuvo en uso hasta mediados del XIX.
En consonancia con la nueva economía global, escudos, doblones (piezas de dos y cuatro escudos) y onzas (de ocho) se produjeron tanto en América como en la Península, proporcionando dinero de alto valor a banqueros, comerciantes y al propio Estado, ya que las políticas expansivas y las constantes campañas militares exigían fuertes inversiones.
En su larga vida, el escudo vio enormes cambios tecnológicos y de diseño. El más importante fue la mecanización, cuyo primer paso se dio en 1582, con la instalación en Segovia del “Real Ingenio”, un innovador sistema de acuñación hidráulico para el que se construyó un complejo industrial, pionero en Europa, diseñado por el arquitecto Juan de Herrera.