En 1252, la República de Florencia creó el florín, moneda de oro que pronto fue referencia para toda Europa durante los siglos XIII y XIV. De buena ley y con tipos fácilmente reconocibles, una flor de lis y San Juan Bautista, circuló por todo el continente y el mundo mediterráneo, y fue imitada por multitud de Estados.
Uno de ellos fue la Corona de Aragón, convertida en potencia mediterránea al incorporar los condados catalanes y los reinos de Valencia, Mallorca, Cerdeña y Sicilia, un ámbito en el que las influencias (y la competencia) llegaban de Italia y Francia. A partir de 1346, Pedro IV afrontó la necesidad de una moneda adecuada para el gran comercio adoptando el florín.
El florín aragonés sólo se diferencia del original por la leyenda, que identifica al rey de Aragón, ARAGO REX, como poder emisor. Estaba destinado a circular por todos los territorios de la Corona de Aragón; una novedad, puesto que a diferencia de la de Castilla, que implantaba un sistema monetario homogéneo en sus reinos, la aragonesa desarrolló en los suyos sistemas propios con monedas diferentes.
Avanzando el siglo XV, el florín dejó de ser una moneda de confianza. Su caída en desgracia provocó el ascenso del ducado veneciano, que heredó su papel como divisa internacional.