Si los huesos nos hablan en arqueología principalmente del sexo de una persona, su contexto material, en este caso funerario, es decir, su posición, el espacio que ocupa, los objetos que la rodean, o la forma de la tumba, son elementos que permiten a la arqueología estudiar su género. Por ejemplo, en la llamada Cista de Herrerías, un enterramiento de la Cultura del Argar, que se desarrolla en el Sureste de la Península Ibérica en la Edad de Bronce, las armas que vemos nos hablan de la construcción de una identidad masculina, mientras que en otros enterramientos, elementos como ciertas joyas nos pueden hablar de una construcción de género femenina
Sobre las atribuciones de género y su relación con el sexo persisten estereotipos e ideas preconcebidas, pero la arqueología nos habla de complejidad en la relación entre estas categorías. Por una parte, la ambigüedad ya mencionada para el sexo en algunos individuos puede ser aún más aguda para el género, con ajuares con elementos no identificados claramente con un género u otro, o que mezclan elementos de distintos géneros. Por otra parte, aun cuando el género puede ser identificado más claramente, este no coincide siempre con el sexo de manera unívoca. Por ejemplo, en un enterramiento calcolítico en Valencina de la Concepción (Sevilla), se estimó que un individuo era masculino, tanto por el análisis de los huesos como por su ajuar, y sin embargo, recientemente, el análisis de ADN ha mostrado repetidamente un cariotipo XX. También distintos estudios en diversos territorios y culturas han encontrado que, ciertamente en una minoría de casos, los marcadores sexuales y los de género no son coincidentes.
Sería problemático hablar de personas trans o no binarias en un pasado tan lejano. Pero lo que la arqueología sí nos enseña es que la relación entre sexo y género siempre ha sido compleja, fluida, y ha desafiado a menudo estrictas clasificaciones sobre lo que es un ‘hombre’ y una ‘mujer’.
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