La diversidad de la sexualidad en el Imperio Romano aparece bien documentada en sus gobernantes, los emperadores. Además de sus muy numerosas relaciones con mujeres, las fuentes nos hablan, de manera más o menos explícita, de relaciones entre algunos emperadores y otros hombres. Existen referencias históricas a relaciones homoeróticas de Tiberio, Nerón y Trajano, a quienes veis retratados en este patio. Algunos emperadores, como Heliogábalo o, según algunas fuentes, el propio Nerón, habrían ido incluso más allá de lo socialmente aceptado, y habrían utilizado vestidos femeninos y mantenido relaciones sexuales con rol pasivo.
Pero, sin duda, la historia de amor homosexual más conocida entre los emperadores romanos, y aquella que dejó una marca material más visible para la posteridad, es la historia del emperador Adriano y el joven Antínoo. En torno al año 123, cuando Adriano tendría unos 40 años, conoció a Antínoo, un joven de Bitinia, en la actual Turquía. Antínoo se convirtió en amante del emperador, y le acompañó en sus viajes durante años, hasta su prematura muerte en Egipto, en el año 130, en circunstancias que aún hoy son objeto de debate. El duelo de Adriano por la muerte de su amado se tradujo en una de las más espectaculares memorializaciones que nos ha dejado la Historia. Adriano fundó una ciudad, Antinoópolis, en el lugar donde murió su amante, y lo divinizó, un honor normalmente reservado a la familia imperial. El emperador conmemoró además la memoria de Antínoo en un enorme número de esculturas y monedas, incluso obeliscos, repartidos por todo el Imperio. Aún hoy día, los retratos de Antínoo habitan las salas de museos y palacios de todo el mundo, y el rostro del joven amante de Adriano es inmediatamente reconocible para los amantes del mundo antiguo.