Frente al papel del retrato masculino, concebido como obra documental y biográfica, la mujer mantiene en Roma un papel pasivo centrado en la respetabilidad (pudicitia) y en garantizar la continuidad familiar.
El retrato femenino privado tiende, por tanto, a obviar los rasgos individuales en favor de un semblante sano y saludable, resumido en un rostro ovalado, desprovisto de aristas, dotado de grandes ojos y una boca pequeña.
La individualidad de la retratada se plasmará, más que en cualquier otro aspecto, en su peinado. El cabello y su arreglo eran considerados en Roma un elemento fundamental del atractivo de la mujer, así como signo de su edad, posición social y función pública. Originalidad y artificiosidad se unían en estos peinados como fiel reflejo del espíritu y carácter de su portadora.