Los hispanorromanos sentían la muerte como un hecho cotidiano y consideraban sus efectos contaminantes, motivo por el que situaron los cementerios en las afueras de las ciudades. Todos, hasta los más modestos, se aseguraban el entierro y la tumba, aunque existían diferentes rituales de enterramiento: cremación e inhumación.
En los cementerios, se erigían monumentos individuales, familiares o colectivos, más o menos suntuosos. Cuando el ritual de enterramiento elegido era la cremación, el más común hasta finales del siglo II, el cadáver se trasladaba en procesión al cementerio y se colocaba en la pira rodeado de objetos personales y ofrendas. Una vez que el fuego lo había consumido todo, se recogían los restos, se limpiaban con vino y se guardaban en una urna. Estas urnas cinerarias, que podían ser de vidrio, plomo o mármol según el nivel económico del difunto, se depositaban en nichos dentro de construcciones denominadas columbarios, a modo de monumentos funerarios colectivos. En muchas de ellas, se mostraba el nombre y edad del difunto.
También era habitual marcar las tumbas de los cementerios con aras, cipos y estelas de piedra en las que aparecen inscripciones con la dedicatoria a los dioses manes, el nombre del difunto y alguno de los rasgos más destacados de su vida pública o privada. Algún epitafio es más emotivo, como el de “Cartilia Pantoclia, dulcísima niña, de tres años, cuatro meses y dos días. Candidiano y Emérita se la dedican a su añoradísima hija. Aquí yace, que la tierra le sea leve”.