En Egipto, la muerte constituía el tránsito para alcanzar el Más Allá, lugar donde el difunto, convertido en Osiris, continuaría viviendo eternamente si cumplía una serie de requisitos: conservar su cuerpo, poseer una tumba con su correspondiente ajuar y recibir culto funerario. Los egipcios construyeron las necrópolis en el Oeste, donde se ocultaba el sol cada noche. La tumba constaba de dos estancias: una capilla abierta al público, donde se celebraba el culto funerario, y una cámara subterránea, inaccesible y separada de la anterior por un pozo, donde se colocaba el ataúd con la momia del difunto, rodeado de los objetos que formaban su ajuar.
La recreación de esta cámara funeraria, hecha con objetos originales pero de distinta época y procedencia, reproduce lo que pudo ser la cámara de una tumba de las Dinastías XXI o XXII (1076 - 800 a.C.). El ataúd, ricamente decorado, pertenece a una Cantora del dios Amón llamada Ihé; la acompañan en su última morada los vasos canopos que contendrían sus vísceras momificadas y cuyas tapaderas representan a los cuatro hijos de Horus: Amset, con cabeza humana, Duamutef, con cabeza de chacal, Qebehsenuf, con cabeza de gavilán y Hapi, con cabeza de cinocéfalo. También rodean a la difunta numerosos ushebtis, figurillas guardadas en una gran caja, que actuaban como sustitutos del difunto en el Más Allá y estaban destinados a trabajar en los campos de Osiris, y diversos objetos de la vida cotidiana, como joyas o perfumes, que Ihé podría necesitar en su nueva vida.