La arqueología utiliza diversas técnicas para estimar el sexo biológico de individuos a partir de sus restos óseos. El análisis antropológico, que estudia las formas y medidas de los huesos, ha sido el método tradicional para determinar el sexo, pero técnicas más modernas han permitido estudiar el ADN de huesos de miles de años de antigüedad, mientras que los análisis más recientes consiguen investigar marcadores sexuales en el esmalte de los dientes. El uso de estas técnicas no sólo ha dado herramientas más sofisticadas para ‘sexar’, sino que además ha producido una imagen más completa de la complejidad del sexo humano.
Los análisis antropológicos a veces topan con morfologías que no encajan claramente con uno u otro sexo. En ocasiones, además, se puede dar que, en un mismo individuo, un análisis morfológico proponga un sexo con cierta seguridad, y que el análisis de cromosomas indique el contrario. ¿Por qué? Por una parte, por ambigüedades o mala conservación, el análisis antropológico no siempre es infalible. Pero, además, la arqueología tiene que contar con que el desarrollo sexual humano es un proceso complejo, donde además de tener cromosomas XY o XX, estos tienen que activarse y producir el desarrollo de genitales y otras características sexuales. Esta activación no siempre se produce de la forma esperada por lo que, en raras ocasiones, se pueden dar casos como los de mujeres cisgénero con cariotipo XY. Los análisis de ADN pueden reflejar además la diversidad dentro del sexo cromosómico. Por ejemplo, recientemente un equipo de arqueólogas de la UAB ha determinado que un esqueleto del yacimiento de la Almoloya (Murcia) tiene cromosomas XXY, mientras que en otros yacimientos se localizan individuos con cariotipos X0, XXX o XYY.
Los individuos con características sexuales ambiguas o marcadores de ambos sexos son ciertamente una minoría. Pero para hacer un trabajo riguroso, la arqueología no puede ignorar las múltiples posibilidades del desarrollo humano.
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