Las sillerías corales, como esta mudéjar del convento femenino de Santa Clara en Astudillo (Palencia) realizada hacia 1353, solían disponerse en forma de U. En el centro, un gran atril o facistol sostenía grandes cantorales con la música que debía cantarse en cada momento de la liturgia. La celebración del oficio divino fue una práctica cotidiana en los monasterios de monjes y monjas, así como en los cabildos catedralicios y canonicales. Ello produjo un mobiliario especial, las sillerías de coro como esta, necesario para desarrollar esta labor de alabanza divina. El canto fue el gran protagonista de muchas de las horas que allí pasaron estas personas que se sometían a una vida religiosa con obligación de vida comunitaria.
Al principio, esta música era monódica, es decir, de una sola línea melódica, y la interpretaba el conjunto de la comunidad. Es el llamado canto gregoriano, que hunde sus raíces en el canto de las sinagogas judías y de las primeras comunidades cristianas. A partir del siglo XII, fueron llegando las composiciones polifónicas a los monasterios, donde embellecieron el canto de los oficios al intercalarse con las anteriores.