Las conchas de río o de mar, probablemente, se utilizaron unidas mediante una cuerda de cáñamo o esparto, hoy perdida. De este modo, podían chocarlas más fácilmente entre sí para producir sonidos. En otras ocasiones, se colgarían de cinturones, muñequeras o tobilleras, de tal modo que, al danzar con ellas puestas, sonasen. Esta función se unía a la puramente estética, dada la belleza de su apreciado nácar.
Las caracolas, como estas procedentes del poblado calcolítico de Los Millares (Almería), suponen un uso más complejo, pues presentan unos agujeros realizados de manera premeditada. La etno-arqueo-musicología ha tratado de comprobar qué sonido producían y de qué manera se tocaban. Estas caracolas pudieron ser tocadas a modo de trompa, soplando por su parte estrecha para aprovechar el desarrollo de la caracola como pabellón de resonancia. De esta forma, se conseguía una potencia de sonido amplificada. Tapando parcialmente alguno de los orificios, el sonido variaba.
Se trata de una de las primeras manifestaciones propiamente musicales de la historia de la humanidad, aunque desconocemos si tenía solo un uso puramente comunicativo o también ritual.